No es fácil comprender la China de hoy. El país asiático se ha convertido en la segunda economía del planeta, pero sigue siendo una nación generalmente pobre. Al mismo tiempo, China está gobernada por el Partido Comunista, pero a pie de calle reina la competencia salvaje y el capitalismo de manual. Se podría decir que China es bipolar; y encima por partida doble.
Para empezar, el país asiático se ha convertido en una gran potencia económica, es el primer actor comercial mundial y sus productos se pueden encontrar en los cinco continentes. A eso se une que China es una potencia nuclear, tiene derecho de veto en el Consejo de Naciones Unidas y es el país más poblado de la tierra. Se trata sin duda de una gran potencia en el sentido tradicional del término.
Sin embargo, el país todavía está considerado como una nación en desarrollo. Según el Índice de Desarrollo Humano (IDH), China se encuentra en el puesto 101, por detrás de países como Argelia, República Dominicana o Jordania. Sus condiciones de salud, educación o infraestructuras todavía están muy lejos de los países desarrollados. Puede que China tenga en términos globales mayor Producto Interior Bruto que Alemania, Francia, España o Japón, pero las condiciones de vida en las que crecen sus habitantes son todavía muy inferiores a las del resto de grandes potencias mundiales.
Esta doble condición de China (que en menor medida también podría aplicarse a India o Brasil) tiene pocos precedentes en la historia contemporánea. Desde la Revolución Industrial, las grandes potencias mundiales que han dirigido el planeta (Reino Unido, Francia, Estados Unidos, Alemania, Japón…) han sido casi siempre líderes tecnológicos que han disfrutado de mayores niveles de desarrollo (la excepción podría ser la URSS de principios del siglo XX, pero la diferencia se antoja bastante mayor con la superpoblada China). Por primera vez en la historia reciente contamos con una gran potencia que puede considerarse pobre y atrasada en muchos aspectos.
Esta bipolaridad de China es una de las claves para comprender la compleja identidad del país. Mientras los extranjeros suelen destacar su creciente rol de superpotencia (el surgimiento de empresas globales, su importancia comercial, su ejército…) el chino de a pie suele estar mucho más preocupado por sus debilidades (la falta de doctores, la masificación en las aulas, la ausencia de ayudas sociales, la contaminación…). La estadounidense Susan L. Shirk definía esta contradicción como una “superpotencia frágil” (fragile superpower, el título de su libro); sin duda un país importante e influyente en términos globales, pero con dificultades que algunos países desarrollados solucionaron hace casi un siglo.
Entre comunismo y capitalismo
La segunda gran contradicción, y que además suele levantar acaloradas discusiones en occidente (bastantes menos en China, la verdad) tiene que ver con su doble condición de país comunista y capitalista. Aquellos que han posado un pie en China en seguida descubren que el país se mueve a ritmo de talonario; las personas cuentan con muchos incentivos para competir en el mercado; y la superpoblación hace que la competencia por los escasos recursos sea feroz (por ejemplo, para entrar a las mejores universidades del país). Si a eso se le une que el Estado chino invierte bastante poco en educación (sólo recientemente ha llegado al 4% del PIB, por debajo de la media de la OCDE) y que lo primero que uno se encuentra al entrar en un hospital es un cajero para sacar dinero… ¿qué queda del comunismo chino?
En el ámbito político, la respuesta se encuentra en que el país sigue gobernado por el Partido Comunista de China (PCCh), un régimen surgido tras la revolución comunista y que se sigue encargando de acabar con cualquier disidencia política, controlar los sindicatos y censurar los medios de comunicación. En el ámbito económico, la herencia comunista es evidente en las poderosas empresas de propiedad estatal: a diferencia de la mayoría de países occidentales desarrollados, China todavía cuenta con grandes empresas dirigidas por el gobierno (tanto central como local) en infinidad de sectores (banca, energía, telecomunicaciones, editoriales, industria, medios de comunicación, etc, etc…). Aunque estas empresas intentan regirse por criterios del mercado, lo cierto es que sus directores son elegidos por el PCCh, sus activos son casi siempre propiedad estatal y gozan en algunos casos de privilegios monopolísticos (o casi).
Es por eso que China es también un ente confuso en esta dimensión política-económica: un extraño producto fruto de su historia maoísta y del espíritu reformista, desarrollista, nacionalista y pragmático impulsado por Deng Xiaoping. Esto, unido a su rol como superpotencia mundial todavía en vías de desarrollo, es lo que en ocasiones hace tan difícil comprender y explicar esta China bipolar.
Creo que hay que diferenciar entre lo que un país dice que es y lo que realmente es. China dice ser comunista, pero yo veo uno de los países más capitalistas de la actualidad. A mi modo de ver lo que hay en China es capitalismo de estado, no nada parecido al comunismo.
Yo estuve allí, y he conocido a dos o tres chinos que me dicen lo mismo: China es capitalista, encubierta bajo un “comunismo”. A ver si se enteran que las dictaduras, tanto de un extremo como de otro, sirven para revelarse ante un opresor político y realizar medidas de emergencia ante una crisis, no para establecerlo de por vida. La revolución ya pasó (me hace gracia cuando habla Maduro en Venezuela), es hora de evolucionar y no quedarse mirando hacia atrás, sino mirar al frente, al horizonte que se abre por delante, en vez de cerrarse y mantener una ideología anticuada y retrasada.
El problema precisamente es que en China no se ha aplicado el marxismo-leninismo, no vayamos a hablar de ideologías anticuadas y por otro lado defender el capitalismo que existe desde mucho antes que el socialismo.
En China no hay socialismo, lo hubo en la URSS hasta el XX Congreso del PCUS, lo hay en Corea del Norte y lo hay en Cuba. Punto.